Sobrevivir en un abrazo

Por: Lydia Cacho

Fue en diciembre del dos mil cinco cuando unos policías me llevaron presa por haber escrito un libro en el que narro la historia que me contaron unas niñas y niños valientes que fueron arrebatados de su felicidad infantil por un pederasta de nombre Succar Kuri. Fue en diciembre que pasé veintitantas horas en manos de esos policías que me torturaron con los fantasmas de la ley fuga, con las insinuaciones de invadir mi cuerpo por la fuerza, que me invitaban a nadar en el mar para ver si me ahogaba y nunca mi familia hallara mi cuerpo.

Y luego de salir de la cárcel, nomás saliendo, me dediqué a defenderme como si nada más hubiera en esta vida que decir la verdad a quemarropa. Y estaba tan, pero tan ocupada en reclamar mi derecho a la vida y a ser una humana con dignidad reestablecida, que declaraba a diario ante mis colegas periodistas como si ya hubiera pasado el duelo del terror vivido. Pero no había pasado, yo en las luces, ellos en la oscuridad operando para evitar la justicia a toda costa.

Tuvieron que transcurrir nueve meses en los que pasé los días y las semanas explicando -de todas las formas posibles- que yo he sido la víctima de un sistema que castiga a quien dice la verdad, un sistema que da por hecho que las víctimas mienten, y que los victimarios alguna razón habían de tener para operar de tan violentas maneras. Pero tuve un hallazgo hace unos días.

Fue la tarde del viernes, luego de pasar ocho horas ante un criminólogo y una victimóloga, que me hicieron revivir cada segundo de ese arresto que me llevó por la tarde y noche oscuras atravesando cinco estados de la República Mexicana, con una idea persistente ¿a qué hora iban a matarme y mi cuerpo donde quedaría tirado? Comprendí porqué he sobrevivido con tanta cordura el embate de la crueldad de esos policías, que seguían órdenes de un empresario y un gobernador que gozaron con encargar que me dieran una buena lección para callarme la boca -a mi y a cualquier periodista que les cuestione sus delitos-. Comprendí al fin cómo fue que pude dormir durante tantas noches en que los demonios estaban despiertos.

Fueron los brazos amorosos. Aquél preciso huequito tibio entre la clavícula, el corazón latiente y en hombro de mi pareja, ese pequeño espacio de piel que me esperaba en las noches de tristeza. Allí encontré paz cada luna de desasosiego. Mi cabeza y mi cuerpo acurrucado en él, hallaba la paz para soñar que una mañana de estas podría despertar y descubrir que la pesadilla había llegado a su fin.

Los brazos de mi amante se convirtieron en la nave que me llevaba a ese buen puerto en que casi nadie cree en mi patria…el de la esperanza y la justicia.

Y durante estos doscientos setenta días, llegaron siempre los otros brazos, los amorosos fraternos y los solidarios feministas, los brazos de una desconocida en medio de la calle que me recordaba que no estoy sola en la batalla, los abrazos cibernéticos de mis lectores que me envían bendiciones, los palabrazos de periodistas solidarios que no han dejado que mi voz se calle. Llegaron los brazos de mi sobrina Paulina de once años, que me acaricia el rostro con sus manos de piel nueva, intocada por el miedo, y me dice con voz de la sabiduría inocente que todo va a estar bien, que los malos no siempre ganan.

En mis manos, antes de dormir tengo las palabras rescatadas por Eduardo Galeano, me apropio de su frase sabia “La tortura no es un método para arrancar información, sino una ceremonia de confirmación del poder”. Sonrío como si el uruguayo me hubiese abrazado cariñosamente. Entiendo pues que he sido víctima de la comunión del poder criminal y del poder político. Y duermo algunas horas en paz, sobreviviendo a las pesadillas del recuerdo de los judiciales armados y la incertidumbre.

Los victimólogos me preguntan reiteradamente ¿y ha podido usted dormir? Y yo respondo con la verdad: si no hubiese dormido estos nueve meses ya hubiera muerto de locura. Pero claro, si una duerme eso significa que tal vez mienta sobre la tortura. Y yo tranquilamente, con los ojos rasados de la sal de mi alma, les recuerdo que los brazos amorosos que me contienen, las personas a quienes amo, con quienes comparto mis sueños y mi vida, me han dado paz para ser una sobreviviente y no una víctima perenne. Pero al sistema no le gustan las sobrevivientes, nos quieren siempre víctimas, sometidas, para recordarnos quién tiene el poder. Y yo les digo que el poder de la transformación está en el amor y la esperanza. Pero eso no tiene cabida en un documento judicial. Porque la magia de la tortura policíaca y de la violencia de Estado es que quien tiene el poder interroga para silenciar y desgastar, no para averiguar la verdad.

Comentarios

  1. gracias amiga, tus notas son tan enriquecedoras, que hasta hacen que se te extrañe más, un abrazo.

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  2. ¡ que cosa linda saber que se me extraña!

    Ya encontraré excusas para volver.

    Gran abrazo.

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