Putita y comunista

POR MARIANELLA MORENA

Ella se había hecho un tatuaje de la hoz y el martillo en el pecho, sobre el corazón. Se cortó el pelo y se hizo el tatuaje. La conocí en la EMAD. Dulce y guerrera. Futura actriz. Peleadora.

En un monólogo en el que trabajamos, ella nos mostró su torso desnudo. Luego se generó una discusión sobre el cuerpo, su uso y entrega, la relación con la herramienta corporal en una actriz. Cuestionaron su elección y su ‘marca’, no por ideología, sino porque a partir de eso ya no podría quedar despojada.

Ella se paró y dijo: “Soy putita y comunista”. Lo dijo con tal convicción y orgullo que a todos nos conmovió. Nos miró sin descanso y, como si tuviera un personaje pendiente, comenzó a hablar; no se sabía si aquello era ensayado o espontáneo. La convicción con que defendía su postura era tal que no importaba la procedencia del discurso, si pertenecía a la ficción o a la identidad actoral.

Morocha y delgada. Se retuerce antes de hablar, las palabras salen de la boca, los ojos, los brazos, da placer mirarla. No hay nada que la distraiga. Podría ser una excelente dirigente, además de actriz.

“No se puede ser artista y frívolo”, así empieza, y sigue: “No me importan las Ofelias ni las Desdémonas, tampoco las Noras ni las Blanches ni las Electras, ni mucho menos los Miller, los Chéjov o los Molière. Me importa que digamos algo desde este pedazo desangrado. No quiero las herencias. Quiero salir a escena así, con este corazón quemado, porque es lo que soy: putita y comunista. Putita porque trabajo desde lo más hondo que tengo y desde ahí produzco, sólo me interesa acostarme con el escenario y con Marx. No me quiero acostar con ustedes ni con ninguno de los viejos verdes del teatro nacional y de la maldita academia. Por ambas cosas doy el cuerpo, pongo lo que tengo a disposición, pero no me prostituyo por un texto que diga cosas que no hay que decir en este momento en mi país. No me interesan los intereses de otro tiempo porque dialogo con el mío. Soy orientala y desde acá quiero actuar”.

Algo sobrevive en el teatro.

Camino. Es de noche, hace frío. 18 siempre es un aliado. Al menos, es un laboratorio de humanidades prontas. El centro se transforma de acuerdo a la hora; no quiero nada, perderme con el viento que me lleve a un pensamiento único. La ciudad se ablanda cuando oscurece. Sería lindo tener nocturnidades en sitios que sólo son para el día, museos, eventos artísticos sin hora. ¿Por qué sólo las farmacias son de 24 horas? Los hospitales, algún bar, ¿y qué más, en Montevideo?

Sigo por 18. Es tarde, los bares empiezan a cerrar. Es invierno y día de semana. Nadie en la calle. Mi hijo me manda mensajes preguntando por la cena –qué cosa esto del desdoblamiento constante en las tareas que se encuentran y se separan a la vez–. Uno es uno y lo es hasta cuando no lo es o intenta dejar de serlo; la naturaleza te acorrala siempre, no hay escapatoria.

Pienso en la chiquilina y su porte heroico. La imagino dirigiendo un evento político, no sé si en una participación directa. ¿Qué será hacer teatro político hoy en día?

Cuando el teatro político irrumpe, con Erwin Piscator, en 1920, en Alemania, o cuando en la Primera Guerra Mundial fue reclutado en una unidad militar teatral, el mundo era otro. También me viene Lars Norén a la cabeza, quien entre 2000 y 2005 reclutó a unos peligrosos convictos, montó una obra teatral con ellos como actores y recorrió Suecia, levantando controversias no solamente por eso, sino porque en una función los reclusos se escaparon y robaron un banco, entre otros desastres. El escándalo fue enorme.

Algo de eso pasa con el teatro político y su verdadera aplicación. ¿Decir cosas en un escenario sigue siendo teatro político? ¿Molesta a alguien? El teatro, como la política, a veces es banalizado. No son en sí mismos, sino en dependencia de quienes usan los ropajes adecuados. Se trata de poner el cuerpo como es, o maquillarlo a rabiar hasta donde nos dé la ficción. El teatro siempre es político, y la política siempre es escénica. Ahí, en ese territorio libre de impuestos, podríamos encontrarnos para intercambiar figuritas, y en vez de traficar o contrabandearnos a espaldas, deberíamos usarnos hasta el cansancio, agotar los recursos humanos, explotar por ideas y creatividad.

¿Cuándo es ficción, cuándo es real, cuándo es cuándo y quién es quién? ¿Por qué consumimos mentira? Sabemos pero pedimos: “Mentime más”. Y así aparece la derecha, con su especialidad gourmet, construyendo ruido como si fuera música; sólo se trata de rascar un poco y la farsa late cerca, muy cerca. Nos acostumbramos a la pereza, a que nos mientan, siempre que nos mientan lindo. No tengo ganas de pensar, que lo liviano se lleve mi cuerpo, dejarlo fluir con la promesa falsa. Por un ratito me ilusiona y eso quiero. Igual que la anestesia de la tele, o la del amante, pero cómo nos alegra algunas tardes. Sí, el sapo que viene debajo del príncipe. ¿Quién besará al sapo?

Aceptamos que lo real deba estar guionado. No queremos persona sino personaje, un cuentito, ser idiotizados hasta el límite de lo real. Pero, gente, para eso está la ficción en sus variados y múltiples formatos: lindos, feos, convencionales, rupturistas, nacionales y extranjeros. Están, además, las teatralidades –las escénicas, no las mediáticas, que trafican sin pagar derecho de autor–, las teatralidades con actores verdaderos, no los que se disfrazan de actores sin talento, ni sabiendo que la honestidad es imprescindible para ser un artista. El resto es payasada, berretada, chucherías. En una palabra: si queremos ficción, personaje y fantasía, vayamos al teatro.

Me vuelve la imagen de la joven actriz con su pecho abierto, como si de poner el corazón en la mano se tratase.

Cuando voy a dar la clase siguiente, la joven no está. Pregunto por ella y nadie sabe darme información. Averiguo y doy con un teléfono. La llamo. Me dice que está pensando qué hacer, que duda de la formación estructurada y ajena. Me recuerda tanto a mí que, por eso, intento ayudarla sin invadirla.

Después de unos días recibo un mensaje de ella en el que me dice que intenta encontrar un camino, pero que no hay lugar para ella. La invito a conversarlo personalmente. Nos encontramos en un lugar neutro: ni bar de ella, ni bar mío. Nos sentamos en la rambla. Una tarde soleada, de estas que el invierno nos ha regalado. Empiezo la charla hablando de los textos teatrales clásicos y de cómo uno puede ‘ordeñarlos’, traerlos al hoy, ponerlos a nuestra disposición. Digo que se establece un diálogo poderoso entre el pasado y el presente, que eso nos fortalece, que me llevó años entenderlo, pero que por suerte ahora hay un espacio para negociar los tiempos, y el totalitarismo de los anteriores no nos aplana. Lo horizontal puede aplicarse. Sobrevivir la tiranía de los clásicos también es una tarea revolucionaria.

Vuelvo a confiar en la palabra.

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