Un golpe en plena siesta


Por: Gastón Rodríguez Arostegui


1975 / "año de la orientalidad"

Desde aquella tarde vuelven a visitarme algunas veces, los fotogramas de una cinta de cine, que en principio parecen no haber existido. Habitantes de un barrio, vecinos, sólo son seres que protagonizan los treintaicinco milímetros de un film.

Sin embargo existieron, de la forma que se entiende por vivir en cualquier barrio.

De todo lo que me muestra la película lo que más me impresiona, es que todos esos seres están corriendo, sin excepción. Para mí era natural que los niños y los perros callejeros corrieran sin descanso, pero la gente grande… sólo aceleraba del paso a la carrera, los días de lluvia.

Y aquella era una tarde soleada de verano, el tercer día de enero.

Iban ingresando con tal prisa a una casa cuyas puertas y ventanas estaban abiertas como invitando a hacerlo. Era la casa del odontólogo del barrio, el dentista. El mismo que los atendía hasta entrada la noche y les curaba o aliviaba al menos “el más terrible mal” según sentenciaba una vecina, que agregaba “yo podía dormirme llorando, ya estaba acostumbrada al dolor de una mujer… pero un dolor de muelas no lo aguanta ni Jesú!!!”

Yo también corría, desesperadamente. Le anunciaba a cada uno de ellos la misión de mi repentina y urgida visita por el barrio, puerta a puerta iban saliendo. Yo corría y no me cansaba de anunciar la mala nueva.

Claro que me ayudaban los músculos, el corazón y la natural inconsciencia de un botija de diez años. Yo también corría y anunciaba que el doctor había fallecido, así lo había visto con mis dos jóvenes ojos, así lo trasmitía con un verbo que apenas empezaba a conocer, fallecer. Porque morir es un término que asusta a los vecinos y para mí, ellos eran demasiado buenos para ser sacudidos de su siesta con la palabra muerte.

Todos iban ingresando a la casa del doctor, con la misma prisa hoy vuelve a repetirse en mi memoria y en algún momento yo también voy entrando, porque ese lugar era mi hogar entre otras cosas.

No era la primera vez que entraba a casa pensando en mi madre, pero sí empezaba a emprender un duro aprendizaje para un varón tan niño, tan incrédulo a un golpe en plena siesta. Pero empezaba a vislumbrar una vergüenza que se fue haciendo sentimiento, pensamiento, ideología, canciones y novias y familia y un día hijas.

Empezaba a comprender lo que sería para una viuda con tres niños, digerir el sabor del lugar que da una comunidad a sus mujeres, cuando ya no serán futuras madres ni las amantes de turno de una fiesta.

Empezaba otro viaje porque entre otras cosas, el vecino que había muerto era mi padre… mi viejo.


Al entrar ví al vecindario ya con otros ojos, que se habían hecho adultos en unos escasos minutos. Lo mejor y lo peor parecía hacerse visible de repente, desde una cierta solidaridad que aún me conmueve hasta la indigna condición de algunos otros.
Todo sucedía dentro de casa, en nuestros rincones, los de la escondida y la mesa familiar, las camas del amor y del descanso, el consultorio del viejo, las bibliotecas, el lavarropas, la tele, nuestro fondo.

Allí estaba el parral observando y se disponía otro año a seguir naciendo, el muy terco.

Llegué a mi cuarto y había una mujer muy mayor, una vecina mirando de cerca y tocando cada fibra de nuestro dormitorio de gurises. Sólo la había visto de lejos varias veces, pero nunca había dirigido ni mi atención, ni mi palabra hacia ella.

Esta vez sí lo hice, aunque no hablé, la miré fijamente. Ella salió con la misma prisa de su ingreso pero en camino inverso, había llegado el momento de huír.

Mucho tiempo después volvía a ver como existían no en la cinta de este film sino por todas partes, los vecinos que se acercan a la muerte ajena, no para tender ninguna mano y es algo que aún no logro comprender.

Casi olfateando como los buitres en su hora de aprovechar, los restos vulnerables de una vida. 


Pero hubo otros vecinos muy diferentes, uno de ellos nos trataba con especial cariño y con algo que para mí parecía ser un fraternal respeto. Llegó otra tarde de ese mismo año para invitarme a pasear por otros barrios, otras veredas.

No recuerdo bien cómo fue que llegamos, pero sí recuerdo a la gente, tanta… los cientos y los miles, caminantes esta vez sin prisa bordeando las veredas. Era domingo o feriado -siempre tan parecidos- y la cita se desplegaba en dieciocho de otro julio muy distinto, el de nuestra principal avenida.
Sonó el clarín, muchas banderas. Yo le miraba la espalda y el traje a un hombre demasiado alto, casi con mi nariz oliendo naftalina.

Cuando de pronto empezó a escucharse un rugido, era un temblor de la tierra, de las estructuras, algo que yo asimilaba al terremoto que nunca había vivido. Lo más parecido a tal volumen era el desfile de carnaval por la misma avenida. Pero tenía la certeza que estaba ante algo ni siquiera parecido.

Mi vecino se dio cuenta que mis jóvenes ojos se estaban perdiendo el espectáculo.

Entonces me tomó de golpe con sus brazos y me subió a sus hombros, a la preferencial platea. Lo que ví era algo que a diferencia de la despedida de mi viejo, recién me atrevo a recordar.

La dictadura militar a través de sus fuerzas armadas, había sacado su aparato de represión a tomar sol por diez y ocho, a mostrar los tanques que le sobraron a los estados unidos en la segunda guerra. A danzar con pasos robóticos y fascistas la música más agresiva y peor interpretada que he escuchado.

El infierno estaba desfilando en el ojo de la tormenta, bordeado por una multitud.


De todos estos hechos el que más me intriga hoy, es aquel aplauso cerrado, caravanas integradas por vecinas y vecinos de todas las edades, de todas las clases, de todos los barrios.

Hoy me desperté de madrugada escuchando aquel aplauso estremecedor por segunda vez en mi vida, cuarenta años después.

Y me conmueve más que entonces, porque me inquieta con un presentimiento.

Y me pregunto reconociendo al lento otoño que se asoma tras la ventana de este altillo, algo que quizás ya comenzaba a comprender en aquel lejano tres de enero:

¿no será que aquella multitud enardecida de vecinos,
estaban aplaudiendo el paso de la muerte? 

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