El genocida que se quedó sin postre

                                                                                                                                                                                                                            El Tigre Acosta, el feroz represor de la ESMA, hizo un culto de ocultarse y esquivar las cámaras fotográficas. Pero, horas antes de su declaración ante la Justicia, fue descubierto e interpelado por el autor de "Recuerdo de la Muerte"










Por Miguel Bonasso
Desde Pinamar


--Acosta...

--...

--¿Usted es Acosta?

--No,no,no.

--Sí, usted es Acosta.

--No,no.

--Usted es el Tigre Acosta.

--No.

--Hace tiempo que lo ando buscando, Acosta. Le quiero preguntar por todas las personas que tiró al mar. Soy Miguel Bonasso.

--...

--¿Se acuerda de mí?

--...

--¿Puede estar comiendo sin remordimientos? ¿Se acuerda de Rodolfo Walsh?

--Tenga a bien no molestarme más.

--Yo no lo estoy molestando...

--...estoy con mi familia. Alejesé.

--Yo no lo estoy molestando, usted es un asesino y un genocida.

--No grite. Retírese.

--Usted es un asesino y un genocida. Esto es lo que es.

--Retírese.

--Usted ha tirado más de cuatro mil argentinos al mar. Usted mató a Rodolfo Walsh.

--Retírese de acá.

--No me voy a retirar nada.

Se escucha, entonces, la voz de Ricardo Cap, el presidente del Concejo Deliberante de Pinamar, dirigiéndose al Tigre Acosta:

--¿Dónde están los chicos, che? ¿Qué hiciste con los chicos?

--¿Qué le va a decir al juez Bagnasco, qué no robaban ningún chico, que su jefe Vildoza no robó ningún chico?

--Retírese.

--¡No me voy a retirar absolutamente nada! ¡Usted es un canalla y un miserable!

--No me grite.

--¡Sí le grito, lo que se me da la gana le grito! Que sepan todos con quién están comiendo: ¡Están comiendo con un genocida! Los muertos le van a reclamar a usted, Acosta. ¡Le están reclamando! ¡Este es el Tigre Acosta, el jefe de inteligencia de la Escuela de Mecánica de la Armada, responsable de la muerte de más de cuatro mil argentinos!

Interviene una señora de la mesa dirigiéndose al periodista:

--¿Listo? Ya está. ¿Te quedaste tranquilo?

--No, no, no, listo no.

--Pero dejanos comer.

--No, ¡qué comer! Hay mucha gente que ya no puede comer. Rodolfo Walsh ya no come más.

La señora contesta:

--Ese no es mi problema.

--Ya sé que no es su problema, por supuesto, si comparte la mesa con él. Ustedes están comiendo con un genocida. Y están atendiendo a un genocida en este restaurante.

Hay comensales que aplauden, muchos vuelven a sus platos con expresión bovina. En la calle,después del incidente que paralizó las voces de la concurrencia en el restaurante "Estilo Criollo" de Pinamar, algunos turistas se acercan para felicitar al cronista que interpeló al Tigre. Se destacan dos chicos muy jóvenes, conmocionados por la escena, que abren en la noche marina una ventana de esperanza. Contrastan con el hombre gordo, canoso, de frente que se funde con la pelada, que huye por una puerta lateral, acompañado por el arquitecto que está por construirle una casa. La cena, donde se iba combinar lo social y los negocios, se ha estropeado por culpa de los intrusos, que han brotado sorpresivamente de la noche y el pasado. El Tigre se escapa en un taxi, tapándose inútilmente la cara ante la lluvia de flashazos que dispara sobre él el fotógrafo dePágina/12. No se atreve siquiera a recoger su BMW rojo, patente B178041, que ha dejado sobre la vereda. De haberse atrevido, tampoco hubiera podido sacarlo: alguien, previsoramente, le ha cruzado el coche por detrás. El señor Herrera fue el único integrante de la mesa de Acosta que asumió una actitud agresiva. Increpó a "Quico" Cap y amenazó al fotógrafo que lo estaba apuntando con la cámara. Con este cronista mantuvo un diálogo áspero, que bordeó el encontronazo corporal. Allí sostuvo que él no conocía los antecedentes de Acosta. Y yo le contesté que la ignorancia no es excusa y que los Acosta andaban tan tranquilos por las calles por gente como él que sólo piensa en hacer negocios. Creo que no le preocupaba el aspecto ético de la cuestión sino la posible pérdida de clientes.

Esta escena, que presentí e imaginé durante veinte años, se convirtió en realidad el domingo pasado, a las diez de la noche, en una parrilla de la avenida Bunge, en Pinamar. El capitán de fragata retirado Jorge Eduardo Acosta, alias "el Tigre", cenaba con su segunda esposa, sus hijos; un arquitecto de aspecto castrense; Julio Herrera, dueño de una inmobiliaria local, y la esposa del comerciante. El Tigre fue encontrado, por fin, tras una larga serie de casualidades y causalidades. Por una investigación que había comenzado, sorpresivamente, en la noche del jueves. Que, en realidad se puso en marcha hace veinte años, cuando lo denunciamos en París en una conferencia de prensa que presidió el líder socialista François Mitterrand, y siguió en las noches del exilio, cuando Jaime Dri me contó la terrible intimidad de la Escuela de Mecánica de la Armada. El Tigre Acosta se convirtió entonces en la expresión absoluta del mal en las páginas de mi novelaRecuerdo de la muerte y en una obsesión que el domingo pasado cerró un ciclo trascendente: durante quince años el Tigre logró evitar las fotografías y los encuentros periodísticos con notable éxito. Paranoico y astuto, cultivó un bajo perfil que le evitó los malos tragos callejeros que ha venido sufriendo Alfredo Astiz, quien perdió su omnipotencia y la frivolidad de aparecer en revistas como Gente o Caras, mientras bailaba con jovencitas en las disco de moda. Las fotos que se conocen del Tigre, en cambio, pueden contarse con los dedos de una mano. Las más nítidas tienen casi veinte años de antigüedad. La más famosa es la que lo muestra, festivo, con Noemí Alan, Adriana Brodsky y Rolo Puente, y otra, junto a Emilio Eduardo Massera, visitando una instalación naval en tiempos de la dictadura. La más reciente le fue tomada hace un par de meses, cuando fue a prestar declaración ante la Justicia. Allí se lo ve salir del tribunal, escoltado por dos guardaespaldas, pero el fotógrafo sólo pudo tomar, de lejos, su ancha frente rodeada de pelo blanco. Dos vehículos en primer plano le ocultan más de la mitad de la cara. Sin embargo, el recuerdo de esa imagen bastó para sobresaltarme la noche del jueves cuando creí verla encarnada en un supermercado de Pinamar. En un ramalazo simultáneo de asco, miedo y odio, que dio origen a la caza del Tigre.

El hombre parecía un abuelo inofensivo, al que habían mandado de compras. Iba como cualquier turista, de remera y short, llevando el carrito hacia la playa de estacionamiento. Era un hombre de estatura mediana, bastante más grueso que el capitán de corbeta que camina junto a Massera, con la gorra en la mano, en aquella foto de los años de plomo. Yo, por fortuna, nunca había visto al capitán Acosta en persona, cuando era el amo del inframundo. Y sin embargo el costado más instintivo de la conciencia me dijo: "Es el Tigre Acosta". La razón, en cambio, se resistía a la magia tenebrosa de un encuentro predestinado, con argumentos más que atendibles: "A ver, ¿por qué es el Tigre? ¿Por la pelada y las canas? ¿Y yo qué sé cómo tiene hoy las facciones el Tigre Acosta? Además éste parece un sesentón largo y el Tigre anda por los cincuenta y seis o cincuenta y siete". Y mientras me demoraba en esas cavilaciones, el personaje se esfumó. La razón trataba de serenarme, pero la adrenalina insistía: es el Tigre Acosta. Con la obsesión instalada, marché a la casa de Alberto Viñas, un periodista de Pinamar que ha hecho excelentes trabajos de investigación sobre los intereses de Alfredo Yabrán en la zona. Alberto no estaba en su casa. Había ido al Concejo Deliberante, que preside Ricardo "Quico" Cap, un médico jovial y corpulento, parecido a Chesterton, enrolado desde la juventud en las corrientes más progresistas del radicalismo. Para mi sorpresa, Cap añadió una cuota de verosimilitud a la adrenalina: seis meses antes a él le había pasado exactamente lo mismo. Y sabía de un vecino que lo había visto apenas dos meses atrás. Ahora ya no había dudas: además de las comadrejas y las liebres, de los venteveos y las cotorras, había que sumar un tigre a la fauna local.

Entonces, comenzamos la búsqueda con Alberto y otros cuatro colaboradores de hierro que no quieren ser nombrados. Los primeros datos fueron vagos y contradictorios. No había precisiones ni en cuanto a la guarida ni en cuanto a los vehículos en que se desplazaba. La noche del viernes, peinamos toda la zona norte de Pinamar, con sus lomadas de arena y sus bosques de pinos, donde las casas de Heidi conviven con cottages, chalets alpinos, amplias y confortables casonas tradicionales de ladrillo expuesto y tejas rojas, mezcladas a tramos con mansiones a lo Beverly Hills de los nuevos ricos menemistas. No hallamos los rastros del Tigre y nos dirigimos a Cariló que, en tiempos de Onganía, era un santuario de milicos. La gira fue infructuosa. Allí sólo nos tropezamos con una liebre y una comadreja. No sabíamos todavía que, un rato antes, mientras dábamos vueltas en el bosque pinamareño, habíamos pasado varias veces frente al objetivo sin saberlo.

El domingo la red de informantes había crecido y llegaron dos datos decisivos: el Tigre se desplazaba en un jeep Maruti color bermellón, con un bidón adosado en la parte trasera y una pequeña bandera argentina pintada sobre la carrocería junto al caño de escape. La casa estaba ubicada en el corazón del bosque, a pocos metros del viejo Golf, en la calle del Tala y Valle Fértil. (Exactamente en la parcela 2 de la manzana 17 de la sección V de la circunscripción IV.) Comenzamos a pasar en distintos vehículos y casi gritamos de alegría al descubrir en la entrada de la casa en cuestión el Maruti (chapa WBW038), junto a un BMW rojo modelo 71 y una pickup Ford F100 gris, con lona negra (patente VOO6078). La casa es un hermoso chalet de dos plantas con buhardilla y techo a dos aguas, rodeada de pinares, que debe costar unos 250 mil pesos. En la flota del Tigre faltaban otros vehículos que se le conocen en Buenos Aires, como la Ford doble cabina 4x4 (placa VX6469) que está a nombre de una empresa con inquietantes reminiscencias: "Solución metalúrgica". Ahora sólo faltaba verlo al Tigre en cuanto saliera de la guarida. A los patrullajes con distintos autos le sumamos dos puestos de observación fija, entre ellos una casa en construcción ubicada a menos de cien metros del chalet.

Lo espié a unos cincuenta metros de distancia y comprendí que la adrenalina es más certera que la razón: era el viejito del súper. Que se movía sin custodia y tan pancho por las calles del pequeño pueblo donde asesinaron a José Luis Cabezas, mientras muchas persianas, duras y gélidas como sus dueños, permanecían cerradas.

En cuanto llegó el fotógrafo de Página/12 comenzamos a recorrer las colinas arenosas para encontrarlo, pero la búsqueda fue infructuosa. Recién bien entrada la noche pudimos comprobar que estaba en la casa del bosque. Tras una corta reunión de evaluación (y después de haber tenido que aguantar los consejos de algunos varones prudentes), imaginamos un plan de acción para el lunes. Suponíamos que podría viajar temprano a Buenos Aires, para presentarse el martes ante el juez Adolfo Bagnasco por la causa de sustracción de menores, y concebimos seguirlo y atajarlo en una estación de servicio. A las diez de la noche del domingo, llenos de ansiedad y temor de que el Tigre hubiera olfateado algo y se nos perdiera, decidimos hacer un alto para ir a cenar. Pero, por las dudas, fuimos con grabador, cámara y celulares. A las diez y media nos disponíamos a entrar en un restaurante de la Bunge, cuando sonó mi teléfono y una voz me informó: "Están entrando a Estilo Criollo". Una parrilla ubicada justo enfrente del lugar que habíamos elegido para cenar y fantasear ardides para que el Tigre cayera en la trampa.

Entonces Diego, Alberto Viñas y yo tomamos aire y cruzamos la avenida. Al entrar a la espaciosa parrilla vimos al grupo en la parte derecha del alero, en un recodo incómodo para acercarnos de improviso. Por una extraña casualidad Quico Cap cenaba con dos amigos en una mesa cercana. Los vimos por detrás. Acosta de espaldas a la puerta, como un principiante. Como un abuelo despreocupado. Con los niños. Preparándose para comer los platos fríos del buffet. Vi la cabeza canosa de atrás. El hombre del súper con una camisa de cuadros celestes. Riendo. Apreté las teclas de play y record, mientras el fotógrafo se desplazaba con sus dos cámaras hacia la derecha de la mesa burguesa, amistosa, familiar. Pensé en Alicia Eguren, en Walsh, en el Sordo, en el Nariz Maggio. Y pregunté con una voz amable:

--Acosta...

FUENTE: Página12

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