Torturas Silenciadas

Por Marina Morelli Núñez.

En una sociedad en la cual se concibe a la democracia básicamente en el ejercicio del derecho a elegir y ser elegible, resulta muy poco probable poder avanzar en el camino del pleno respeto al goce de los derechos de humanos y humanas que la componen. Asimismo se correrá el riesgo de convertirse en mero espectador del espectáculo de la muerte y destrucción, y casi en un acto involuntario, ante la tortura se tenderá inevitablemente a conjugar los hechos mas atroces con los sistemas de gobierno de facto. Así y erróneamente habrá de concluirse que solo se puede concebir el sometimiento a tortura durante la vigencia de aquellos gobiernos en los cuales se nos arranco brutalmente la posibilidad de elegir y ser elegidos.

Sin embargo los textos de derecho positivo vigentes en la materia se imponen con simpleza y claridad, aunque si de torturadas y en Uruguay hablamos, la invisibilización de la situación es total y absoluta.

La Convención de Naciones Unidas contra la Tortura la define como un acto premeditado contra una persona por medio del cuál se causa severo dolor o sufrimiento, físico o mental, con el propósito de conseguir información o una confesión, o como castigo, intimidación, o coerción, o por cualquier razón basada en la discriminación. La Convención Americana para la Prevención y el Castigo de la Tortura en su definición abarca los métodos usados contra una persona que buscan destruir la personalidad de la víctima o la destrucción de sus capacidades físicas o mentales, aún si dichos métodos no le causan angustia física o mental.


La Convención Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos declara que nadie debe ser sujeto a la tortura, o al tratamiento cruel, inhumano o degradante como castigo. La Declaración para la Eliminación de la Violencia Contra las Mujeres de 1993, específica que el Estado debe ser diligente en prevenir, investigar, y castigar los actos de violencia contra las mujeres, sin importar si son perpetrados por el Estado o personas privadas.

Sin ahondar en más disposiciones, y partiendo de las definiciones legales y el hecho de que la violación a los derechos de las mujeres configura violación a derechos humanos, surge de manera indubitable que la tortura puede ser cometida por un particular y en el ámbito privado. Asimismo que los Estados tienen el deber de actuar con la diligencia debida, lo que implica: que no cometan tortura, que las prevengan, que luego que son cometidas las investiguen llevando ante la justicia a sus responsables para eliminar la impunidad, y además se garantice una indemnización adecuada a las víctimas.

Es claro que la violencia doméstica viola el derecho de la mujer a su integridad física y emocional, y si el Estado no brinda protección efectiva y real contra el abuso, esa violencia dejará de ser doméstica para convertirse en tortura.

Las estadísticas hace tiempo son abrumadoras, pero cabe preguntar ¿cada cuantos días deberá morir una mujer en Uruguay a causa de violencia domestica, para asumir que el Estado ha fracasado en cumplir con su obligación de proteger a las mujeres de la tortura?

Quizá será una concepción más amplia de la democracia, la que conduzca a exigir y asumir responsabilidades. La adultez de una sociedad y de un gobierno que abogan por el respeto de los derechos humanos, implica reprobar el sufrimiento físico o mental, el castigo, la intimidación, la coerción, la discriminación, la destrucción de la personalidad, de las capacidades físicas o mentales, aún cuando se cometan puertas adentro de los domicilios. Domicilios que siguen erróneamente siendo concebidos como ‘hogares’ y lo que es aun peor como ‘sagrados inviolables’, puertas adentro de los cuales la tortura puede seguir ocurriendo.

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